Abro los ojos

Abro los ojos y delante de mí sólo hay una neblina. No puedo ver nada. El mundo se me aparece como desdibujado. Sombras que parecen personas. Árboles que parecen sombras. Edificios de perfiles indefinidos. Necesito saber qué hora es. Intento alcanzar mi muñeca pero siento un dolor indefinible al intentar poner al alcance de mi vista mi mano izquierda.

Recuerdo que desde hace tiempo decidí sustituir el incómodo reloj de pulsera por el aún más incómodo móvil. Resulta que es mucho más fiable ya que se actualiza vía Internet o vía satélite, qué se yo! La cuestión es que te da la hora exacta al segundo, que es la misma de la consulta del médico, de la estación de tren o de la iglesia que toca esas campanas tan horribles un domingo a las doce cero cero cuando estás intentando aplacar la resaca del sábado por la noche. Ese objeto personal, al que daba cuerda o debía cambiarle la pila, es ahora una especie de limbo temporal que me conecta con un mundo que desconozco.

No sé dónde estoy. Intento ponerme en pie. Tengo la sensación de que he estado ahí, tirada, una eternidad. Tengo el cuerpo dolorido. Como si hiciera tiempo que no moviera los músculos. Siento la humedad de la niebla dentro de mí, como si formara parte de mi ser. Necesito alejarme. Pero hacia dónde? El lugar me resulta desconocido, no tengo ninguna noción del tiempo.

Siempre que mi madre me llama por teléfono necesita saber mi localización física exacta. Estoy en el tren. Estoy en la oficina. Ahora camino hacia casa. Tomo un té con unas amigas. Parece que mis coordenadas exactas en el espacio le dan una sensación de tranquilidad y seguridad aunque esté a miles de quilómetros de distancia o colgada de un arnés haciendo escalada. La inquietud que le invade al llamarme al teléfono móvil es directamente proporcional a la indefinición de mi cuerpo en el espacio.

Empiezo a andar. Por un camino. Creo que se trata del típico camino rural. Pero antes he creído distinguir algunos edificios de oficinas. Entre brumas. La niebla ahora se me aparece como irreal. Sólo puedo ver con claridad unos metros delante de mí. Silencio sepulcral. Oigo el crujido que provocan mis pies al pisar los guijarros del camino. Me doy cuenta de que voy descalza y de que tengo los pies lastimados. Doy un giro de ciento ochenta grados. Me ha parecido escuchar algo a mis espaldas.

Recuerdo que tuve una compañera de piso que se asustaba y gritaba cuando de repente aparecías por el pasillo o una puerta se abría a causa del viento. Recuerdo haber estado en una casa antigua, donde los muebles se movían y los espejos chirriaban rozando el empapelado de las paredes por el simple hecho de caminar sobre un suelo de madera pintado de granate. Recuerdo pasear por un parque a las cuatro de la mañana de un miércoles y tener la cabeza llena de pájaros, literalmente, de los cantos de los pájaros.

No veo nada. Silencio absoluto. Quizás son imaginaciones mías. Sigo andando. Me siento cansada. Decido hacer una pausa. Creo divisar al horizonte una silueta de un edificio. O se trata de un barco? Necesito beber algo. Me doy cuenta de que llevo una mochila a la espalda y decido rebuscar a ver qué encuentro. Monedero, pasaporte, gafas de sol, un paquete de pañuelos. Ah! Y mi querida botella de agua. Todo está cubierto por una capa fina de polvo. Aparto con los dedos la suciedad que cubre el tapón. Bebo de golpe todo el líquido que quedaba.

Ah! Mujeres maniáticas de la limpieza. Esas féminas que sólo pueden o saben hacer valer su papel dentro de la sociedad a través del brillo de la mesa del comedor o la bañera sin una gota de cal. Siempre que iba a visitar a mi tía pasaba el dedo por encima de la estantería del recibidor. Sólo para comprobar que su pasión por la limpieza no decaía. Sólo para corroborar su rol de ama de la casa. La que controla que todo esté en orden, la que protege su territorio de invasiones extrañas de pelusas y otros visitantes no deseados.

Me dirijo hacia esa masa informe que finalmente acabo reconociendo como un edificio. A medida que me acerco va tomando proporciones gigantescas. Más que un edificio parece una masa informe de acero y metal, piezas colocadas al azar y sin ningún orden. Noto un olor familiar. Húmedo y salado a la vez. El mar debe estar cerca.

Es lo que echaba de menos. El mar. Ese al que en verano no quería ni ver por su tendencia violenta a devolverme lo peor de mí. Ese al que echaba tanto de menos en mi estancia en aquel país frío donde en todos sitios olía a fritos y comida rápida. Brazos que se extienden para recoger conchas. Cosquillas en la planta de los pies al caminar sobre la arena. El sol implacable hiriendo mis ojos a través de las lentes oscuras.

Diviso un rayo de luz que atraviesa la neblina, poco a poco fundiéndose y desapareciendo. Una ligera brisa mueve los pocos cabellos que sobresalen del encasquetado gorro que llevo y me acarician suavemente la cara. A medida que avanzo se levanta un viento más fuerte. Empiezo a oír objetos que entrechocan. Papeles diversos sobrevuelan delante de mí. La atmósfera cada vez es más clara y la luz más intensa. Parece una iluminación artificial más que luz solar. De repente una hoja de diario se me encasta en la cara y no me deja ver nada. El viento se ha vuelto casi huracanado. Consigo arrancarme el trozo de papel. Antes de que salga volando puedo leer de refilón el titular: Vuelo MH370. Desaparecido en el océano Índico el viernes 7 de marzo a las 18.40 horas.

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